Revisitando el campo de las memorias: Un nuevo prólogo
Nota de la autora
Le debo la reedición y el nuevo prólogo de este libro a la iniciativa de Carlos Iván Degregori. Conversamos personalmente, por correo electrónico y por teléfono sobre la idea de una serie de libros sobre memorias en el IEP, y fue él quien propuso reeditar este libro en esa nueva serie. Vaya entonces, antes que nada, mi reconocimiento y recuerdo personal a Carlos Iván, esta vez como promotor de algo que –bien lo sabía—iba a concretarse sin su presencia física aunque con la fuerte impronta de continuidad de sus proyectos y de sus ideas.
En 1998, iniciamos conjuntamente esa aventura político-intelectual que fue el “Proyecto memoria”, patrocinado por el Social Science Research Council. En aquel momento, nos embarcamos en una aventura, quizás osada para la región. Nos estábamos internando en terreno desconocido, con la intención de abrir senderos en medio de matorrales y selvas. No sabíamos cuál iba a ser el punto de llegada. Fue una apuesta a abrir un campo de indagación en América Latina, anclado en un compromiso con investigar y acompañar críticamente lo que estaban haciendo diversos actores sociales en los países de la región en relación con el “pasado reciente”.
“Pasado reciente”, porque en algún sentido era un eufemismo frente a la dificultad de nombrar las dictaduras, las violencias políticas, las situaciones límite a la que fueron sometidos amplios sectores de nuestras sociedades. “Pasado reciente” porque era un pasado muy presente. Una de las preguntas que hacíamos y seguimos haciendo es cómo fueron denominados esos períodos y esos pasados por distintos actores, cómo fueron cambiando estas denominaciones en función de las luchas por las interpretaciones y sentidos que se le fueron dando a esos pasados y a los conflictos que los enmarcaron –y, más aún, cómo la propia definición de los períodos iba redibujándose en función de esas luchas.
La preocupación por estas cuestiones fue surgiendo en el Cono Sur a partir de las transiciones post dictatoriales de los años ochenta, cuando desde el campo institucional y político, desde los movimientos sociales y desde las subjetividades de las víctimas y sobrevivientes se perfiló la urgencia de encarar y enfrentar esos pasados, ahí sí muy recientes. Los instrumentos habituales de las instituciones políticas democráticas no parecían ser suficientes. Los sufrimientos y dolores “privados” rebalsaban el ámbito íntimo y se volcaban a las calles. Demandas diversas, luchas por nombrar y por interpretar esos pasados, eran los procesos sociales que había que tratar de comprender.
Unos pocos años después pero aún en ese marco transicional anterior al fin de siglo, iniciamos las indagaciones y las intervenciones para abrir este campo de investigación y debate. En ese momento, nos planteamos una intervención en el campo intelectual de la región dirigida a instalar temas y preguntas de investigación, reflexión y acción política ciudadana. La tarea era elaborar un aparato conceptual e investigar con rigor los procesos recientes y en curso. Para hacerlo, propusimos formar un grupo de investigadores e investigadoras jóvenes en estos temas y apoyar la constitución de redes y núcleos que trabajaran sobre este campo, entonces definido de manera muy laxa como los “estudios sobre memorias”.
La urgencia de trabajar sobre la memoria no fue una inquietud aislada de un contexto político y cultural específico. Las reflexiones de carácter analítico general se hacen siempre desde una localización particular. En ese programa, la preocupación urgente estaba centrada en comprender las huellas de las dictaduras del Cono Sur de América Latina y de la violencia política de América Latina en las décadas de los sesenta a los ochenta, y lo que se estaba elaborando en los procesos post-dictatoriales posteriores. Las investigaciones estaban enraizadas en compromisos éticos y políticos como ciudadanos/as activos/as.
Uno de los resultados del programa del SSRC fue la publicación de una serie de libros con los resultados de las investigaciones[1], que se inauguró con Los trabajos de la memoria, su primer volumen publicado en 2002. El libro fue el resultado del trabajo de varios años de búsqueda de un marco conceptual que permitiera pensar e interpretar lo que se estaba viviendo en los países del Cono Sur primero, del resto de la región después, en relación con las luchas sociales por el sentido de la violencia política y la represión estatal vividas durante los períodos dictatoriales de los años setenta –con una amplitud temporal mayor, hacia antes y después, en los distintos países. Más específicamente, trataba de revisar las investigaciones que se venían haciendo en diversas latitudes del mundo para nutrirnos de las herramientas analíticas y de los marcos comparativos que permitieran introducirnos en los procesos que se estaban desarrollando en el Cono Sur.
Después de una década de desarrollo y florecimiento del campo, reeditamos este libro. La decisión fue mantener el texto original con pocas correcciones y especificaciones histórico-temporales de algunas referencias a procesos sociales que así lo requerían. Ahora, en tanto ha pasado casi una década desde la edición original, corresponde hacer un ejercicio de balance de lo ocurrido en la primera década del siglo XXI, tanto en relación con los procesos históricos como en el campo de los debates intelectuales, que sigue a continuación de este prólogo.
Una nota muy personal: en una conversación telefónica con Carlos Iván pocos días antes de su muerte, decía que necesitaría toda otra vida para llegar a hacer todo lo que le gustaría hacer. La conversación giró hacia pensar que eso le sucede a quienes viven con plenitud, con proyectos renovados permanentemente. Lo que queda son las tramas abiertas y los hilos con lo que otros y otras pueden seguir tejiendo y cosiendo, armando nuevos proyectos a partir de esas tramas y esos hilos. Es mi esperanza que la reedición de este libro contribuya a los nuevos proyectos y reflexiones colectivas.
Buenos Aires, julio de 2011
Revisitando el campo de las memorias:
Un nuevo prólogo[2]
Lo que intento hacer en este prólogo es combinar algunos desarrollos ocurridos en este tema en las realidades sociopolíticas de la región y del mundo y los desarrollos y desafíos analíticos y conceptuales en la investigación.
Debo agregar aquí dos consideraciones. En primer lugar, las páginas que siguen reflejan mis propias preguntas y las obsesiones que han dominado mi propio trabajo de investigación y acción en esta década. Es por eso que no puedo dejar de hacer referencia a textos que fui elaborando en este período. Pido perdón por el exceso de auto-referencias. En segundo lugar, en términos estrictos, las páginas que siguen no son una guía de lectura del libro ni una ubicación del mismo en el campo intelectual más amplio. Más bien, lo que intento hacer es abrir nuevas preguntas y cuestiones, que pueden constituir la base de una nueva agenda de investigación. Quizás convenga leer el resto de este “prólogo” después y no antes de la lectura del libro.
El cambio de siglo y los nuevos y viejos desafíos
¿Qué ha ocurrido en estos años en relación con el tratamiento del pasado de violencia política y represión? ¿Qué tendencias previamente existentes se consolidaron? ¿Qué fenómenos nuevos han estado emergiendo? Voy a tomar algunos ejes para analizar y reflexionar.
El paradigma de los derechos humanos. A lo largo de las últimas décadas, el paradigma de los derechos humanos se fue consolidando como el parámetro legítimo para interpretar jurídica y socialmente las atrocidades cometidas por los regímenes dictatoriales y autoritarios. En el plano internacional, fue a partir de los años setentas, y en gran parte por la iniciativa de las redes internacionales de activistas, que se fueron estableciendo diversas normativas en este campo. Algunas organizaciones internacionales preexistentes y otras que fueron creadas a partir de ese momento orientaron e interpretaron su labor en la clave de defensa de los derechos humanos, dedicando esfuerzos a la denuncia de las violaciones dictatoriales (Keck y Sikkink, 1998). La “Convención contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes” (1987), la “Convención internacional para la protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas” (1992), la Declaración de la Conferencia Mundial de Derechos Humanos (Viena 1993), el Estatuto de Roma que crea la Corte Penal Internacional (1998), fueron algunos de los hitos. El reconocimiento e imprescriptibilidad de los crímenes de lesa humanidad y la ampliación de la jurisdicción de algunos países (España, Bélgica, etc.) también contribuyeron a una mayor visibilidad y a una mayor presencia de las consideraciones ligadas a los derechos humanos en el mundo. Finalmente, en la región latinoamericana, las sucesivas intervenciones de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, con fallos importantes que sientan jurisprudencia, han tenido impactos significativos en los diversos países.
Estos desarrollos en el campo internacional tienen implicancias en cada uno de los países. Es difícil para los gobiernos no prestar atención a la acción de terceros países –recordemos la detención de Augusto Pinochet en Londres en 1998—o no reaccionar frente a sentencias de la Corte Interamericana (por ejemplo, la sentencia de Barrios Altos en Perú en 2001, el caso Lapacó en Argentina en 1999, la sentencia en el caso Gelman en Uruguay en 2011). La visibilidad internacional se une entonces al accionar de los y las activistas locales para mantener abierta y ampliar la agenda sobre el tema.
En términos de los sentidos socioculturales, el paradigma de los derechos humanos trae consigo un cambio muy importante en el marco de interpretación de la violencia: lo que antes se interpretaba como represión o aun eliminación de los “perdedores” de las batallas políticas fue tornándose unas décadas después en un sentido común que lo interpreta como “violaciones a los derechos humanos”, noción que supone la universalidad de la noción de “sujeto de derecho”. Este pasaje interpretativo tuvo y tiene consecuencias, ya que implica la centralidad de la “víctima”, y esto lleva a debates acerca de la definición y redefinición de quiénes y bajo qué circunstancias pueden ser definidas como “víctimas”, así como los espacios legítimos para hacer oír su voz.
Los efectos de esta interpretación son diversos: lo que resulta importante es la vejación o violencia que ha sufrido la persona (especialmente si hay marcas corporales de la misma –tortura, violación, asesinato), y pasa a segundo plano –para ser retomado en un momento posterior de la historia—el proyecto o el activismo de ese sujeto cuya integridad ha sido violada. La víctima ha sido afectada por el accionar de otro –el violador, el perpetrador—. No importa lo que la víctima hizo. Su accionar, sea en sentido político o en sentido afectivo, queda silenciado.[3]
Se plantea aquí la cuestión de la relación entre memorias y derechos humanos en su sentido más amplio. No cabe la menor duda de que los derechos humanos fueron violados en las dictaduras: torturas, desapariciones, asesinatos, privación ilegítima de la libertad, apropiación de chicos, todos crímenes espantosos. Quienes denunciaron y demandaron por estos crímenes se constituyeron como “movimiento de derechos humanos”, y a partir de su accionar en los años setentas se tendió a identificar las demandas de derechos humanos con los reclamos ligados a las violaciones durante las dictaduras militares y los regímenes de terror. La noción de derechos humanos, sin embargo, remite conceptual y normativamente a algo mucho más amplio que las violaciones que ocurrieron en dictaduras. Involucra toda la gama de derechos internacionalmente reconocidos, los derechos civiles y políticos, los derechos económicos, sociales y culturales, que incluyen la situación en las cárceles, los “excesos” de las fuerzas policiales y de seguridad, el derecho al trabajo, a la educación, los reclamos de tierras de los pueblos originarios. ¿Cómo ampliar el sentido de la noción de derechos humanos entre la población, de modo que pueda incluir la situación de un chico de la comunidad indígena wichi que se muere de hambre en el Chaco argentino? El desafío, creo, es lograr integrar en un mismo modelo las vejaciones dictatoriales y las fuertes desigualdades históricas y estructurales prevalecientes en la región.
Las cuentas con el pasado. El paso del tiempo muestra una y otra vez la imposibilidad de “cerrar las cuentas con el pasado” (Jelin 2007a). Si se sigue el devenir temporal de los fenómenos ligados a las memorias, las interpretaciones y sentidos del pasado, resulta cada vez más clara la no linealidad temporal de las memorias. Desde el sentido común, pensamos que a medida que pasa el tiempo el pasado está más alejado, y que la gente tiende a olvidar. Pero a veces,el pasado puede ser renuente a pasar y puede volver y actualizarse de maneras diversas. Esto es así porque hay actores sociales persistentes que no dejan olvidar e insisten en su presencia. También porque las nuevas generaciones preguntan y dan nuevos sentidos desde su propio lugar histórico, porque no hay una resolución satisfactoria de las demandas en el presente mismo y porque hay marcas y huellas que pueden ser elaboradas. En muchos momentos históricos hay propuestas estatales y sociales para “cerrar”, “suturar”, cicatrizar las heridas abiertas por conflictos violentos. Hay momentos en que parecería que se ha llegado a algún tipo de equilibrio y calma -- Rousso lo llama “enfriamiento” en su análisis de las memorias de Vichy en Francia (Rousso, 1990)-- para constatar que luego, en otras coyunturas políticas y en escenarios renovados, actores viejos y nuevos replantean sus maneras de interpretar el pasado. Aunque haya voluntad política en dirección contraria, esto es inevitable. La ineluctable renovación generacional involucra a nuevos sujetos que se acercan a su realidad sociopolítica en circunstancias diferentes y plantean preguntas y dilemas que llevan a reinterpretaciones y resignificaciones.[4]
Lo que se constata es que el “pasado” no es algo fijo y cerrado. Así, en un primer momento de la post-transición, por ejemplo, el debate puede haber estado centrado en las violaciones a los derechos humanos cometidos en dictadura y en los reclamos inmediatos de “verdad” y “justicia”. A medida que pasa el tiempo, van cambiando los actores y las interpretaciones de ese pasado. Cambia también la propia definición y periodización del pasado al que se hace referencia –en Argentina, por ejemplo, de las violaciones durante la dictadura el debate social y el reconocimiento estatal fueron pasando a estar enfocados en el período anterior a la dictadura, incluyendo la cuestión de las responsabilidades en las modalidades de la lucha armada (Jelin 2010a), para volver a centrarse en las violaciones durante la dictadura en el momento en que se reactualizan y multiplican los juicios a los represores.
Además, las cuentas con el pasado quedan abiertas porque hay crímenes y daños que no pueden ser reparados y todo intento de resolución está condenado al fracaso. Quizás, lo específico de la memoria es que sea abierta, sujeta siempre a debates sin líneas finales, constantemente en proceso de revisión.[5]
Las políticas de la memoria. En el período del cambio de siglo se constata un proceso de creciente institucionalización y de formulación de “políticas de memoria”. En el plano internacional se fue definiendo un campo específico denominado “justicia transicional”,[6] promovido por algunas organizaciones, con propuestas orientadas a diversos ámbitos: la creación de comisiones investigadoras (las “Comisiones de Verdad”) que han proliferado en el mundo a partir de la década de los noventa, las políticas de reparación económica a víctimas, las políticas judiciales y las de memorialización. En este último rubro entran los memoriales, monumentos, museos y otras marcas territoriales (Jelin y Langland, 2003, entre otros), los archivos de documentos y la recolección de testimonios en archivos de historia oral (Da Silva Catela y Jelin, 2002, Memoria Abierta[7]), los catálogos de producciones culturales (ej, cine, fotografía), las fechas de conmemoración (Jelin, 2002), materialidades y virtualidades de todo tipo que proliferan en el mundo (Jelin 2007b). Por lo general, estas iniciativas tienen un doble sentido. Por un lado, se trata del reconocimiento estatal de los sufrimientos y el resarcimiento simbólico de las víctimas; por el otro, hay una intencionalidad pedagógica de transmisión hacia las generaciones futuras. El primer objetivo puede ser alcanzado –dependiendo de la manera en que se vinculan las agencias estatales, las organizaciones de derechos humanos y las víctimas mismas. El segundo es siempre más incierto –ya que la transmisión depende de los contenidos y sentidos que quieren transmitir quienes emprenden esta tarea, pero mucho más de las maneras en que quienes “reciben” --las generaciones posteriores—incorporan y otorgan sentido a esos contenidos. Esto es imposible de predecir o controlar, por lo cual el futuro queda siempre abierto y a construir.
Hay momentos y circunstancias en los que la política estatal de memoria es una política de silencio y olvido, con el argumento de que la construcción democrática debe hacerse orientando la acción hacia el futuro y no mirando al pasado. Esto no es lo que ocurre en la mayoría de los casos en esta etapa inicial del siglo XXI. Los virajes de comienzos de siglo indican que cada vez más, la definición de lo que un gobierno “normal” puede hacer es encarar el pasado y promover medidas ligadas a la justicia y el reconocimiento de la violencia política y sus víctimas. Esta “normalidad” no está exenta de conflictos y confrontaciones entre actores que pretenden imponer “sus” memorias.[8] Distintos gobiernos, en sus diferentes niveles (nacional, provincial, municipal) encaran esta normalidad de distintas maneras, instalando memoriales y recordatorios de todo tipo, organizando eventos y utilizando la simbología asociada al tema. Sin duda, hay algo de “ritualización” y aun de rutinización en todo este proceso de confrontación del pasado. Hay intentos de “domesticar” las luchas, proponiendo políticas de memoria tranquilizadoras. Hay propuestas llenas de ambigüedad y ambivalencia, ya que toda visibilización de una narrativa implica una selectividad que lleva a silencios. Las modalidades concretas en que estas confrontaciones e interacciones entre actores sociales y el aparato estatal se desarrollan son múltiples. Lo importante aquí no es tanto el debate sobre las modalidades específicas que se proponen y llevan adelante, sino el hecho de que estas propuestas existen y hay activación social alrededor de las mismas. En ello está el reconocimiento de los conflictos del pasado y del presente, de los diversos actores y sus orientaciones e intereses, y de la pluralidad de voces que cualquier régimen democrático tiene que contener e incorporar.
Cuando es llevada a su extremo, las operaciones de memorialización contienen peligros históricos (Todorov, 1998). Más que “usos”, estamos en presencia de lo que, visto desde otra perspectiva, serían “abusos” de la memoria. Los intentos de rememorar cada lugar y cada instancia del horror –compilar todos los testimonios, señalar y convertir en memorial todos y cada uno de los sitios donde ocurrieron las atrocidades, o encontrar a todos y cada uno de los culpables y beneficiarios del régimen dictatorial— ponen el énfasis en la literalidad y la exhaustividad del registro y la conmemoración. Al hacerlo, se pierde la capacidad de abstraer y de inferir consecuencias hacia el futuro y hacia otras personas y grupos, con lo cual lo que se performa es una repetición ritualizada, sin elaboración ni integración en la dinámica sociopolítica de los momentos posteriores.
Una perspectiva de género. La incorporación de una perspectiva de género en el análisis de las memorias de la violencia ha estado centrada, más que nada, en el reconocimiento de la victimización de las mujeres. Tomemos en primer lugar el tema de la violencia sexual.[9] En los años ochentas, hubo testimonios sobre violaciones sexuales, hablados e interpretados en el marco y como parte de la constatación de la tortura. No se buscó ni se puso un énfasis especial en preguntar o en instar a hablar sobre la especificidad de la violación como crimen. Así, la CONADEP en Argentina (1984) y la Comisión de Verdad y Reconciliación en Chile (1990-1991) fueron “ciegas” a las cuestiones de género. Esto fue cambiando, en buena parte por la transformación institucional internacional.
Cuando se estableció la Comisión de Verdad y Reconciliación en Perú, que actuó entre 2000 y 2003, aunque no había consideraciones de género en su mandato, se incorporaron los delitos sexuales y se estableció una Línea de género en el trabajo de la Comisión. En ese momento, había ya un marco internacional que hacía factible una mayor sensibilidad respecto de estos temas (Mantilla, 2010).[10] La “sensibilidad de género” implicó una preocupación especial por obtener testimonios de violencia sexual y violación, con una definición de violencia sexual amplia: “(...)es un tipo de violación de derechos humanos, e incluye la prostitución forzada, las uniones forzadas, la esclavitud sexual, abortos y desnudez forzados” (CVR, Vol VIII:89)
En el período hubo un desarrollo significativo de la normativa internacional sobre la violencia sexual, y el tema ha ido ganando visibilidad y reconocimiento. Si bien se encuentran antecedentes en el Derecho Internacional Humanitario condenando la violación de civiles, desde comienzos de los años noventas la prohibición de la violencia sexual se fue convirtiendo en parte de lo aceptado consuetudinariamente en el Derecho Internacional Humanitario. Algo similar ocurre en el campo del Derecho Penal Internacional, para llegar a definir la violación como crimen contra la humanidad, aunque nunca se logró un tratado internacional específico tal como sucedió con otros crímenes como el genocidio o el apartheid, la desaparición forzosa o la tortura.[11]
El tema fue también planteado desde las instituciones que se ocupan de los derechos de las mujeres: tanto el Comité CEDAW (1992) como la Plataforma de Acción de Beijing (1995) abordaron la situación de las mujeres y las niñas durante los conflictos armados. En verdad, el reconocimiento de la dimensión de género en los abusos en conflictos armados es lo que llevó a una conciencia mayor sobre los abusos sexuales en términos más generales. En la región, hay casos importantes que fundan jurisprudencia en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que ejerce su jurisdicción sobre los derechos protegidos por la Convención Americana de Derechos Humanos, la Convención de Belem do Pará y otros instrumentos regionales de derechos humanos.[12]
En muchos de estos documentos y normativas, la violencia sexual es interpretada en términos de atentado al “pudor”, a la “dignidad” o al “honor”. Pero el paradigma está cambiando. En 2008, el Consejo de Seguridad reconoció a la violencia sexual como preocupación en materia de seguridad y aprobó una resolución que señala que las mujeres y las niñas son tomadas como blanco en particular mediante el uso de la violencia sexual, que en algunos casos incluye “una táctica de guerra para humillar, dominar, inspirar temor, dispersar y/o reubicar de manera forzosa a la población civil perteneciente a una determinada comunidad o grupo étnico”. O sea, empezamos a ver en marcha un marco interpretativo que cambia de una concepción ligada a la moral personal a una en que lo político y lo colectivo se tornan centrales.
En sus testimonios, las mujeres tienden a describir los sufrimientos de sus parientes y las disrupciones de las rutinas cotidianas. A menudo, los detalles de estos sufrimientos se relatan e interpretan en el tiempo largo de discriminaciones históricas y en el contexto de injusticias más permanentes. Los informes de primera mano referidos a la violencia sexual son difíciles de encontrar en cualquier lugar; por lo general, lo que se encuentran son informes de “lo que pasaba” o de lo que le pasó a “otras” mujeres, en Perú, en Argentina y en otros lugares. En tanto las Comisiones de Verdad, los juicios y las invitaciones a testimoniar en archivos de historia oral están centradas en la categoría de “víctima”, se crea una tensión entre el informe en primera persona de la “víctima individual” y el carácter más totalizador de la memoria de las mujeres. El foco sobre las categorías de victimización para organizar la masa de información que se debe manejar produce narrativas estandarizadas y normalizadas; produce el silencio de otras experiencias que no se ajustan al marco preestablecido. Hay poco espacio para integrar las narrativas (y los silencios) de la violación en el marco más amplio de la acción de las mujeres en la defensa de sus comunidades y sus familias, que sólo puede ser recuperado en indagaciones en profundidad, que se acercan a la subjetividad de las personas.[13]
Una perspectiva de género requiere una visión más amplia que el énfasis en la victimización de las mujeres, visión que coincide con los estereotipos sociales dominantes. Al igual que en otros campos de las prácticas sociales y de los saberes académicos, la integración de una perspectiva de género en los estudios de las memorias sigue siendo una labor pendiente.
Memoria y familia.[14] En los momentos de mayor violencia y represión, hay una categoría de personas que expresan su dolor en la esfera pública y llevan adelante las protestas y las demandas: los familiares de las víctimas, especial pero no exclusivamente las mujeres. La centralidad del vínculo de parentesco con las víctimas ubicó a la familia, y especialmente a la maternidad, en un lugar casi emblemático, estructurador de los movimientos de denuncia y demanda. ¿Por qué debían ser planteadas en términos de parentesco las denuncias y demandas del movimiento de derechos humanos? En el contexto político de las dictaduras, la represión y la censura, las organizaciones políticas y los sindicatos estaban suspendidos. El uso que los discursos dictatoriales hicieron de la familia como “unidad natural” de la organización social tuvo su correlato en parte del movimiento de derechos humanos –la denuncia y protesta de los familiares era, de hecho, la única que podía ser expresada. Después de todo, eran madres en busca de sus hijos…
Esta aparición pública de los lazos familiares en la vida política es significativa, más allá de sus propios objetivos y su propia presencia. Implica una reconceptualización de la relación entre vida pública y privada. En la imagen que el movimiento de derechos humanos comunicó a la sociedad, el lazo de la familia con la víctima es la justificación básica que da legitimidad para la acción. Para el sistema judicial, en realidad era el único. Sólo las víctimas sobrevivientes y los parientes directos son considerados “afectados” en sus demandas de reparación –personalizadas e individualizadas. Este familismo público y político está basado en la creencia de que los vínculos familiares son constitutivos, son “primordiales”. Las relaciones familiares juegan, entonces, un papel fundamental en cuestiones ligadas a las violaciones y a sus memorias. Las Madres pueden haber generalizado su maternidad, con el slogan de que todos los desaparecidos son hijos de todas las Madres. Al mismo tiempo, y como efecto de esta interpretación de la noción de familia, se crea una distancia –imposible de superar- entre quienes llevan la “verdad” del sufrimiento personal y privado y aquellos que se movilizan políticamente por la misma causa, pero presumiblemente por otros motivos. Es como si en la esfera pública del debate, la participación se estratifica de acuerdo a la exposición pública del lazo familiar. En ese mundo, entonces, las razones ideológicas, políticas o éticas no parecen tener el mismo poder justificatorio a la hora de actuar, excepto “acompañando” las demandas de los “afectados directos”.[15]
En términos más amplios, el familismo involucra una base personalizada y particularista para las solidaridades interpersonales y políticas. ¿Cómo se constituyen estas redes de solidaridad? ¿A quiénes se ofrece solidaridad? ¿Qué tipos de relaciones están implicadas? No se trata de una relación abstracta y anónima; debe haber un vínculo personal que ata a ambas caras de la relación, vista como primordial (en términos literales o, al extenderse al campo público y político, metafóricos). En este contexto, la construcción de una cultura de ciudadanía que asuma la historia y la memoria como propias no resulta fácil. Existe el peligro (especular en relación con el biologismo racista) de anclar la legitimidad de quienes expresan la VERDAD en una visión esencializadora de la biología y del cuerpo. El sufrimiento personal (especialmente cuando se lo vivió en “carne propia” o a partir de vínculos de parentesco sanguíneo) puede llegar a convertirse para muchos en el determinante básico de la legitimidad y de la verdad. Paradójicamente, si la legitimidad social para expresar la memoria es socialmente asignada a aquellos que tuvieron una experiencia personal de sufrimiento corporal, esta autoridad simbólica puede fácilmente deslizarse (consciente o inconscientemente) a un reclamo monopólico del sentido y del contenido de la memoria y de la verdad. El nosotros reconocido es, entonces, excluyente e intransferible. En el extremo, este poder puede llegar a obstruir los mecanismos de ampliación del compromiso social con la memoria, al no dejar lugar para la reinterpretación y la resignificación –en sus propios términos– del sentido de las experiencias transmitidas (Jelin y Kaufman, 2006). El desafío histórico, entonces, reside en el proceso de construcción de un compromiso cívico con el pasado que sea más democrático y más inclusivo.
Foco: las memorias
Repito las notas básicas del enfoque propuesto en este libro. Las memorias son procesos subjetivos e intersubjetivos, anclados en experiencias, en “marcas” materiales y simbólicas y en marcos institucionales. Esto implica necesariamente entrar en el análisis de la dialéctica entre individuo/subjetividad y sociedad/pertenencia a colectivos culturales e institucionales. Las memorias, siempre plurales, generalmente se presentan en contraposición o aún en conflicto con otras. Al trabajar sobre luchas o conflictos alrededor de memorias, el acento está puesto en el rol activo de quienes participan en esas luchas. Las relaciones de poder y las luchas por la hegemonía están siempre presentes. Se trata de una lucha por “mi verdad”, con promotores/as y “emprendedores/as”, con intentos de monopolización y de apropiación. El enfoque propuesto reconoce el carácter construido y cambiante de los sentidos del pasado, de los silencios y olvidos históricos, así como del lugar que sociedades, ideologías, climas culturales y luchas políticas asignan a la memoria. De ahí la necesidad de “historizar la memoria”.
Tanto los desarrollos de los procesos sociales como los conocimientos y avances en las investigaciones y conceptualizaciones nos dejan señales importantes que permiten reflexionar en términos teóricos, metodológicos y políticos para la construcción de una agenda futura. Veamos algunas de estas señales.
En lo presentado más arriba, puse el énfasis en los desarrollos en el plano institucional internacional, nivel de análisis que merece y comienza a recibir atención en sí mismo (Wilson, 2011, por ejemplo) pero que también requiere ser incorporado en los análisis en otras escalas. En realidad, los fenómenos de la memoria ocurren en diversos niveles: desde el subjetivo individual hasta la escala global. La prevalencia de investigación y de políticas en la escala del Estado-Nación, especialmente en análisis de carácter comparativo, oscurece y oculta la multiescalaridad de los procesos. No se trata, sin embargo, solamente de estudios en los distintos niveles o escalas, sino de la necesidad de mirar las interrelaciones, entrelazamientos, influencias y determinaciones entre ellos, ya que es de esperar múltiples puntos de ruptura, de hiatos y de situaciones conflictivas entre actores y escenarios en estos distintos niveles. Los estudios de comunidades territorialmente localizadas muestran las brechas entre las memorias locales y los relatos nacionales (Del Pino y Jelin, 2003). A su vez, los sentidos del pasado socialmente disponibles y aceptados pueden entrar en colisión con las interpretaciones de personas concretas, cuya subjetividad está cruzada por múltiples fuerzas y experiencias únicas (Jelin y Kaufman, 2006).
Está también la cuestión de las temporalidades de las memorias. Cuando se estudian las memorias en el nivel local, aparece la condensación del tiempo largo y el tiempo corto, la imbricación de memorias de larga duración y memorias más cortas, tema tratado por Da Silva Catela (2007) en sus estudios sobre las memorias de la última dictadura en comunidades del norte de la Argentina. Esto también fue reflejado en las comisiones de Guatemala y Perú, y lo analizó en profundidad Kimberly Theidon en su estudio sobre las memorias en comunidades indígenas del Perú. En esas comunidades, la dictadura, la represión y la violencia del pasado reciente se superponen con una discriminación y una violencia estructural de muy larga data, lo cual hace que el pasado reciente sea interpretado en claves de más larga duración.
La expansión y aceptación del paradigma de los derechos humanos universales plantea otra cuestión, que constituye un dilema, si no una paradoja: el universalismo de ese paradigma está anclado en el individualismo abstracto, en una condición humana universal. Las personas y grupos concretos están inmersos en redes sociales, instituciones y normas localizadas y compartidas, ancladas en una conformación histórica específica. La multiplicidad de situaciones concretas, con sus cargas culturales, institucionales y subjetivas, ha llevado en ocasiones a un relativismo cultural que, en el fondo, niega ese universalismo paradigmático. El desafío que el análisis y la práctica político-ideológica deben afrontar es cómo vincular estas interpretaciones localizadas con esos “derechos humanos universales” lejanos y abstractos, antes que caer en la crítica radical de cualquier universalismo.
El campo de investigaciones sobre memorias llama a relacionar el plano de las instituciones con los patrones culturales de sentido y con la subjetividad de los actores. Este abordaje trasciende los marcos habituales de cualquier una de las disciplinas de las ciencias sociales y las humanidades. No se trata solamente de entablar “diálogos interdisciplinarios” sino de abordar el fenómeno en su complejidad, que involucra distintos planos de manera simultánea y entrelazada. Para abordar el tema, se hace necesario poner en el centro a agentes sociales que desarrollan sus estrategias en escenarios de lucha, de confrontación, de negociación, de alianzas, de intentos de ganar poder e imponer sus prácticas frente a otros. El modelo de la acción social implícito en este tipo de análisis retoma temas clásicos de las ciencias sociales como la construcción de la autoridad y la legitimidad social, incorporándolos junto a una temporalidad que no es simplemente cronológica –en tanto entran en juego experiencias pasadas y horizontes de expectativas futuras— y con una consideración explicita de los sentimientos, los afectos y la subjetividad de esos actores. Además, la consideración de los escenarios de la acción implica la presencia y la referencia constante a la “alteridad”, a los/as otros/as frente a los/as que orientamos nuestra acción. No hay acción social sin un/a otro/a. Esto puede ser un principio muy antiguo, pero quizás tenga sentido reiterarlo de vez en cuando, en un mundo en que nos quieren hacer creer que hay “una única solución” a nuestros problemas, un único modelo, y que todas tenemos que tratar de acercarnos a él.
Finalmente, en el campo de estudios de las memorias convergen inquietudes teórico-académicas y un compromiso cívico-político con empatía hacia las víctimas y con ideales de construcción de sociedades donde los conflictos –inevitables en la dinámica sociopolítica—puedan ser abordados sin violencias y con un sentido compartido de justicia. En esta dirección, hay que recordar que el campo de prácticas de memoria –y en gran medida, también el campo de investigación-- ha estado dominado por el “deber de memoria”: la idea de que hay que recordar para no repetir, de que sólo recordando y solo teniendo una política activa en relación con el pasado dictatorial se puede construir democracia hacia el futuro. Este era el supuesto básico del compromiso político que estaba por detrás de las primeras iniciativas en el momento de la transición. Pasados los años, este supuesto se convierte en una gran pregunta: ¿es condición necesaria para la construcción democrática una política activa de memoria? La pregunta señala una vacancia, la exploración de los aspectos específicos de la democracia que la activación de las memorias del pasado dictatorial contribuye a construir. Se hace necesario desarticular y descomponer la relación entre memoria y democracia, y explorar en qué aspectos concretos de la democracia opera la activación de memorias del pasado dictatorial.[16]
Desde el paradigma dominante de los derechos humanos, la lucha social y política es contra la impunidad, del pasado y del presente. Haber hecho juicios y seguir haciéndolos es, sin duda, un logro muy significativo en la reivindicación y el reconocimiento de los crímenes y en el castigo de los responsables. La pregunta que se plantea es, ¿mejora el aparato judicial en su conjunto el hecho de haber enjuiciado a los represores o de estar haciendo hoy en día juicios vinculados con la represión del pasado? Los juicios de los años ochenta en Argentina tuvieron un impacto significativo en la cultura política, en la conciencia ciudadana y en el sistema de significados de la institucionalidad para grandes sectores de la población. Recordemos que en los países de América Latina, históricamente el Poder Judicial había sido un instrumento de la dominación social y política. Las demandas de justicia por parte del movimiento de derechos humanos en la transición, al menos en Argentina, impulsaron cambios en la relación entre la sociedad y el sistema judicial. A partir de la visibilidad del Juicio a los ex comandantes del año 1985, la apelación a la justicia se multiplicó en numerosos campos –si ya estaba instalado el tema en el campo laboral (Jelin et al., 1996), el juicio lo amplió a otros: la previsión social primero, la violencia doméstica, las cuestiones ambientales, etc. Al mismo tiempo, la vía judicial comenzó a ser utilizada en temas que antes se resolvían en clave de conflictos y negociación política –o sea, una “judicialización de los conflictos políticos”. La idea de que si se violan derechos, uno tiene una instancia específica a la cual recurrir es un producto cultural en cuya construcción los juicios por las violaciones a los derechos humanos durante la dictadura han jugado un papel central. En este sentido, el acercamiento a la justicia comenzó a instalarse como uno de los campos donde se construye y ejerce la ciudadanía. Este es un aporte de los juicios de los años ochenta a la democracia, más allá del hecho específico de que se hayan juzgado y condenado a personas por esos crímenes.[17] En lo referido a la activación de la memoria, sin embargo, las preguntas quedan abiertas, y sería necesario hacer un análisis comparativo de la relación entre políticas de memoria instrumentadas y la calidad institucional.
Cuando hoy hablamos de memoria, estamos hablando de memoria del sufrimiento, de la dictadura, de las violaciones a los derechos humanos, de la criminalidad del régimen, etc., etc., y las memorias que se rescatan y que los actores reivindican son memorias de situaciones límite. La pregunta que queda abierta es ¿cuánto de políticas de memoria (y cuáles) se necesita para construir qué sistema democrático? ¿Qué recordar del pasado para construir qué tipo de régimen o qué tipo de institucionalidad democrática? ¿Cuál es el rol que cumplen las políticas de reconocimiento simbólico en la construcción de una ciudadanía activa?
Estas preguntas son inquietantes, pero necesarias para quienes –como lo ha hecho de manera ejemplar Carlos Iván Degregori—encaran su labor en el punto de diálogo entre la investigación y el compromiso, en un trabajo de investigación rigurosa que se alimenta de las preguntas que surgen del compromiso socio-político. El campo académico o intelectual vinculado a los temas de memoria forma parte de las luchas políticas. La relación entre memorias de la dictadura y la construcción democrática es, en esto, una cuestión candente que llama a la labor de intelectuales críticos. Recordemos que es en ese punto de convergencia entre inquietudes personales y cuestiones públicas donde C. Wright Mills encontraba “la imaginación sociológica”.
Referencias bibliográficas
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[1] El listado de estos libros se presenta en un anexo.
[2] Un agradecimiento muy especial a Susana Kaufman, Eric Hershberg, Máximo Badaró y Celina Van Dembroucke por su lectura cuidadosa, sus comentarios y sugerencias. A Mauricio Taube, mi agradecimiento por su ayuda y apoyo.
[3] En su análisis de los testimonios de las mujeres durante la violencia en las sierras de Perú, Kimberly Theidon rescata las maneras en que muchas mujeres actuaron para proteger a sus hijos e hijas, haciéndolo a menudo de manera estratégica. Pero luego, cuando se les pide que hablen (por ejemplo, como testimoniantes en la Comisión de Verdad), lo que se les pide son narrativas de sufrimiento y duelo, del daño experimentado, con poco o nulo espacio para las narrativas más amplias y complejas que querían transmitir (Theidon, 2007).
[4] Esto pasa en el Cono Sur, pero también en España en relación con la guerra civil y el franquismo y en Turquía en relación con las masacres a la población armenia de hace casi un siglo. La lucha por las memorias y su historicidad puede centrarse en acontecimientos y situaciones ocurridos hace siglos, como la esclavitud, las conquistas territoriales de la Colonia española o los exterminios de los pueblos originarios en el siglo XIX en Argentina.
[5] En relación con la situación alemana, Olick concluye: “Para mí, la normalización de la memoria alemana significa el reconocimiento que el debate es continuo, que no hay líneas finales, horas cero, o cisuras en la historia o la memoria, sino permanentes reevaluaciones. Estas reevaluaciones están en diálogo con las evaluaciones del pasado. No podemos reevaluar el pasado sin reevaluar nuestras evaluaciones pasadas, ni podemos reevaluar evaluaciones del pasado sin reevaluar el pasado mismo” (Olick 2003:285).
[6] Según la definición del International Center for Transitional Justice, “la justicia transicional es una respuesta a las violaciones sistemáticas o generalizadas a los derechos humanos. Su objetivo es reconocer a las víctimas y promover iniciativas de paz, reconciliación y democracia” (www.ictj.org)
[7] Los catálogos y archivos de la organización Memoria abierta se encuentran enhttp://www.memoriaabierta.org.ar/p>
[8] Aun en Argentina, donde la implantación social del movimiento de derechos humanos ha sido muy fuerte y donde el gobierno ha asumido como propia una política de memoria que condena al terrorismo de Estado dictatorial, existen grupos sociales que reivindican públicamente a los militares y sus prácticas represivas. Tal es el caso del movimiento “Memoria completa”, que tiene una presencia en varios sitios y blogs de Internet.
[9] Este tema está desarrollado en Jelin, 2011.
[10] Esto permitió que el tema fuera una dimensión central del Informe Final de la Comisión, y que se concluyera que “en determinados contextos, como fue la detención arbitraria, la ejecución y las distintas formas de tortura, la violencia sexual se dio de manera generalizada y fue una práctica reiterada y persistente” (Mantilla, 2010).
[11] En 1993, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, al discutir la creación del Tribunal para Yugoslavia, incorporó la violación entre sus consideraciones. En verdad, el cabal reconocimiento de la violación como crimen en el plano internacional ocurrió en el tratamiento dado al tema en los tribunales internacionales más recientes (en los casos de la ex Yugoslavia, Sierra Leone, Rwanda) y en la Corte Penal Internacional a partir del final de los años noventa.
[12] El caso Raquel Martí de Mejía v. Perú suele citarse por su interpretación de la garantía que ofrece la Convención Americana al derecho a vivir libre de violación, que no definió los elementos específicos de la violación sino que la incorporó en la noción de tortura. En ese caso, el Estado fue considerado responsable por la tortura, en la medida en que la violación satisfacía uno de los elementos de la tortura, “un acto intencional mediante el cual se causa dolor y sufrimiento físico y psicológico a una persona”. En el caso Penal Miguel Castro v. Perú, un caso en el que algunas mujeres que estaban visitando un centro de detención para hombres quedaron atrapadas en un motín de dos días de duración, la Corte sostuvo que la desnudez forzada que se les impuso había constituido una violación a la dignidad personal de las mujeres.
[13] En trabajos etnográficos en profundidad –más que en audiencias de comisiones o juicios—es donde aparece esta integración de la experiencia de las mujeres. Theidon muestra casos en que los actos de violación llegaron a implicar un intento, por parte de las mujeres, de proteger a sus familiares (Theidon, 2008).
[14] Para el caso argentino, este tema está desarrollado en Jelin (2007b)
[15] Las implicancias de estos procesos pueden ser mucho más amplias y profundas aún. Las pruebas genéticas que se usan en los procesos de restitución de identidad de niños secuestrados y nacidos en cautiverio centran en la genética su “verdad”. Esto implica un fuerte protagonismo de la biología en temas familiares. Sin embargo, el parentesco y la familia son fundamentalmente lazos sociales y culturales. ¿Cómo podrán las sociedades y los sistemas legales conciliar o confrontar las tensiones entre estas dos claves normativas?
[16] El caso español es un caso testigo que impone una alerta sobre algo que dábamos por supuesto: la relación entre políticas activas de memoria y consolidación institucional. La transición post franquista se hizo sobre la base del silencio en términos políticos e institucionales. Desde el Estado no se llevó adelante ninguna política de justicia; no se hicieron juicios ni desagravios. Recién setenta años después de la guerra civil y 35 años después de la muerte de Franco, con un régimen institucional que nadie dudaría en considerar una “democracia consolidada”, se están encarando políticas ligadas a la memoria de ese pasado, cosa que no se había hecho antes (Vinyes, 2009).
[17] Sin embargo, hay que matizar esta afirmación, ya que la judicialización de los conflictos está ocurriendo también en otros países donde no hubo juicios por violaciones a los derechos humanos. En estos casos (Brasil y Colombia, por ejemplo) esta tendencia está ligada a las reformas constitucionales, que dieron más espacio al Poder Judicial.